Lucía Borredat y Paloma Chen
Se refugiaba en Libia, huyendo de Pakistán, donde su propia familia había amenazado con matarle por ser chiita. Hablamos con Mohammed Imran tras seis meses viviendo en València, ciudad a la que llegó a bordo del barco de rescate de SOS Mediterráneo tras 9 días sin comer ni beber.

Mohammed Imran, de 36 años, es uno de los 106 migrantes que viajaban a bordo del barco Aquarius, perteneciente a la ONG SOS Mediterráneo, que atracó en el Puerto de València el pasado 17 de junio de 2018, y puso a la ciudad en el mapa de la ayuda humanitaria. Junto a los migrantes del patrullero Orione de la Marina Militare italiana y los del buque Dattilo de la Guardia Costiera del país alpino, que se unieron a la expedición inicial del Aquarius, fueron un total de 630 las personas rescatadas en las costas libias.
Si bien la mayoría de migrantes procedían del continente africano, con predominio de Sudán, Argelia, Eritrea, o Nigeria, también hubo una representación mínima de países asiáticos como Bangladesh, Afganistán, o Pakistán, de donde es Imran: “No hablé con ningún otro pakistaní durante los 9 días que pasé a bordo del Aquarius. Solo veía africanos. No entendía su lengua, pero me tuve que forzar a comunicarme porque, si no, hubiera muerto”.
Imran arrastra un problema de riñón: dolorosas piedras que le tendrán que extraer en la operación que tiene prevista en junio del año que viene. La causa directa fue el agua salada que bebió durante el trayecto desde Libia hasta costas valencianas, y que también le hacía vomitar todo alimento que ingería: “No lo puedo describir. 9 días sin agua y sin comida. Lo único que yo hacía era rezar, pedía sobrevivir. Y cada vez que me dormía y me despertaba, me sorprendía de seguir vivo”.
No recuerda en detalle mucho más del tiempo que pasó a bordo del barco de rescate, o quizá simplemente le es demasiado duro rememorar. Nos regala, sin embargo, una sola imagen: “Un niño pequeño, llorando, le dice a su madre que por favor quiere comer, que por favor le dé algo. Pero la madre no tiene nada, y el niño no deja de llorar, y llorar, y llorar, y llorar… Mi mente está tan frustrada en ese momento, me pregunto que qué clase de decisión he tomado al subirme aquí. Todo el mundo está llorando, porque en cualquier momento podemos morir”.
“Si la vida hubiera sido posible en Pakistán, habría vuelto”, asegura. Imran insiste mucho en que solo porque no era posible, tomó la decisión. “Si quieres vivir, debes irte”, reflexiona.
Tras casi seis meses viviendo en València, Imran se muestra feliz y contento. “Me gustan los españoles. Les da igual si quiero celebrar la Navidad o mis ritos musulmanes, lo aceptan porque tienen valores. Si en Pakistán quisiera celebrarla, me acusarían de loco, de estar celebrando una fe que no es mía, y no lo entenderían”.
Sus idiomas maternos son punyabi y urdu, habla fluidamente el inglés, idioma en que se desarrolló la entrevista, pero también un poco de árabe, y, ahora, español. “El español creo que no es un idioma muy difícil, pero me confunden mucho las palabras que tiene parecidas al inglés”, explica, mezclando con palabras en español que aprende en sus clases diarias.
Tiene un andar pausado, una calma y un brillo en los ojos que no se va en ningún momento, pero que probablemente no tuviera después de haber pasado tantas penurias, de haber enfrentado a la misma muerte. Sentados en un bar pakistaní del multicultural barrio de Orriols, Imran gesticula mientras narra su historia.
Con una sonrisa de oreja a oreja, Imran no deja de agradecer a los valencianos que le hayan acogido después de haber huido de su país por motivos religiosos: “Cuando era un estudiante universitario, me junté con amigos y compañeros chiíes, y me di cuenta de que es esta rama del Islam la que es correcta”. En un país de mayoría suní, ser partidario del chiismo conlleva la persecución hasta en el ámbito familiar.
“En Pakistán, todo el mundo es religioso, y como el resto de la comunidad, toda mi familia es suní. Ahora soy chiita, y tuve que dejar mi comunidad porque hasta los de mi propia sangre me amenazaron con castigarme. Son dos ramas muy diferentes”, explica Imran.
Fueron los mismos padres de Imran los que le aconsejaron que se fuera del país, ya que estaban recibiendo presiones por parte del resto de la comunidad acerca de la conversión de su hijo a lo que ellos consideran una fe hereje. “Por favor, vete si quieres vivir tu vida a tu manera, como tú quieres”, fue el honesto mensaje que el refugiado recibió en su país natal.
“Decidí irme a Dubai durante tres años. Mientras estaba allí, mi padre murió de un ataque al corazón, y mi familia me dijo que había sido mi culpa que muriera, por haber adoptado yo una nueva religión”, señala Imran acerca de la incomprensión y la violencia a la que se enfrentó con la comunidad suní.
Imran fue amenazado de muerte y en ningún momento pudo volver a Pakistán: “Mi vida en Pakistán no era posible, porque mi comunidad me mataría. Pero yo no sabía qué hacer, porque mi permiso de residencia en Dubai había caducado”.
A Imran le gusta hacer paralelismos entre los españoles y los pakistaníes. Narra cómo, tras casi seis meses en Valéncia, su vida ha cambiado por completo, y nadie le ha preguntado sobre su religión. “Los españoles solo me preguntan si trabajo o si he aprendido español. Son humanos, aceptan a quienes los aceptan”.
“Personalmente, creo que el gran problema en mi país es la religión. El problema de Pakistán no es ni los políticos, ni la prosperidad, sino la intolerancia religiosa. Si profesas una fe diferente a la de la mayoría, puedes ser asesinado”, destaca en referencia a la cantidad de refugiados del país asiático. “Todo el mundo debería ser respetado. Tú y yo deberíamos poder tener nuestra propia religión, nuestra propia vida”, defiende Imran.
Al no poder quedarse en Dubai, tomó “la peor decisión” de su vida: buscar una salida en Libia, siguiendo a un amigo pakistaní que ya instalado allí. Este es el único momento en que Imran se derrumba. Esconde su cabeza entre las manos. “No te puedo decir lo que sucedió en Libia, donde pasé cuatro años. No me atrevo. Pero una vez fui secuestrado, y en 25 horas me dieron un solo vaso de agua”, narra Imran, sin querer recordar.
“Mi amigo pakistaní pudo pagar el rescate. Le supliqué que, por favor, me ayudara, que este había sido un gran error mío, pero que no sabía qué hacer, yo solo quería una vida en paz”, relata Imran. Su salvador aún continúa en Libia. Fue él el que consiguió que Imran subiera al Aquarius: “Cuando subí al barco, no sabía qué era, de quién era, ni adónde nos dirigíamos. Yo solo le supliqué que me ayudara, que salvara mi vida”.
Por muy satisfecho que esté hoy con su vida en València, Imran no volvería a hacerlo. “La experiencia en el barco fue un infierno. Me subí solo porque no sabía lo que me esperaba. Si volviera a pasar, me negaría a hacerlo. Ahora, después de haberlo vivido, sé que ha sido malo, ha sido ilegal, y ha sido extremadamente peligroso. Yo no sabía que habría tantas dificultades”, afirma, convencido. Pero, ¿y si volviera a estar en Libia, ese país del que no se atreve casi a hablar? ¿Qué alternativa quedaría entonces? “No lo sé, pero no vendría, ha sido demasiado peligroso”, insiste.
La vida en España no compensa la desesperación que vivió a bordo del Aquarius: “Yo no tenía expectativas, no tenía ni idea de cómo era España. En mi mente solo había una cosa: salvar mi vida. Mi destino no era España, ni Italia, ni Francia. Mi destino era la vida, sobrevivir”.
Ante la pregunta de qué opina acerca del cierre de fronteras, y de que los países europeos se nieguen a acoger barcos como el Aquarius, Imran lanza un mensaje a los políticos y gobernantes: “Estas personas dependen exclusivamente de vosotros. Sois su última esperanza, ya no saben qué hacer. Están dejando sus hogares. No es nada fácil dejar tu tierra, a nadie le gusta dejar su hogar. Si mi vida hubiera sido posible en mi país, me habría quedado en Pakistán. Pero como no lo era, hui”.
Imran desconoce si su familia sabe o intuye que está vivo, o dónde está. Ahora, lo más parecido que tiene a un familiar son los cooperantes y voluntarios de ONG. Acerca de Mercedes, miembro de la asociación València Acull, la persona que más está ayudando a Imran en su integración y proyecto de vida en València, dice que “es como su madre o su hermana”. “Me están ayudando en todo. Son personas buenas e increíbles. Me dan todo lo que necesito. Una vez le dije a Mercedes que cómo podía utilizar el autobús. Me dio un bonobús y me dijo que me fuera, que viviera mi vida”.
Dado que no pudo terminar sus estudios universitarios, Imran tiene planes de seguir estudiando y de trabajar aquí una vez tenga la documentación necesaria: “Me interesa la peluquería y la cocina”. Pero su prioridad es aprender el idioma, porque de momento, es su problema principal, y es consciente de que hablarlo le servirá para integrarse más en la sociedad española: “Si hablo tu idioma, si hablo tu lengua materna, valorarás el esfuerzo que he hecho”.
“Quiero trabajar aquí, y vivir en València toda mi vida. Ahora soy muy feliz. No me quiero marchar nunca”, dice Imran, consciente de los horrores que se viven en otros lugares. Le despedimos con los mejores deseos. Celebrará la navidad, su primera navidad, sin miedo.
2 comentarios sobre “Imran, migrante del Aquarius: “Mi destino no era España, Italia o Francia. Mi destino era la vida»”